A duras penas pude entrar al vagón de metro ya de regreso a casa. No venía muy cómodo debido al aire irrespirable y a la alta congestión de personas las que, al igual que yo, trataban también de acomodarse lo mejor posible. Molesto por ese continuo movimiento, trato de buscar una mejor posición y he aquí que la persona que venía frente a mí, un escolar alto, se desvanece y su cabeza cae pesadamente sobre mi hombro como si se hubiera quedado profundamente dormido. Al tomarlo por los hombros tratando de reanimarlo, su cara pálida indicaba claramente que no tenía conciencia de su estado y pude darme cuenta que no era la falta de sueño lo que lo afectaba en ese instante.
Con ayuda de otro pasajero, uno a cada lado, forzamos a que nos abrieran el paso para descender en la estación a la que estabamos llegando. Una vez fuera del vagón de metro, el muchacho estudiante comenzó a reaccionar, al sentir y respirar aire más fresco. Mientras uno de nosotros se quedaba sentado con él, el otro fue en busca de un guardia, y entre los tres, lo acompañamos hasta la oficina del Jefe de Estación, en donde quedó, acompañado del guardia de metro.
¿Cuántas personas más se necesitan que se desmayen para que el metro vuelva a ser un medio de transporte seguro y eficiente?